Monday, March 5, 2012

LAS GOTERAS


No es ese el modo de servir a Dios —decíale una vecina a la niña Marcos—, no es ese el modo. En vez de tener esa legión de gatos, como lo ha hecho siempre, debería usted adoptar a algunas cipotas huérfanas.

—Es que… Y tosía la niña Marcos.

Era ésta una vieja beata que tenía la chifladura de vivir sola en su casa solariega, casa grande de dos patios, en la cual no se oía nunca ningún rumor humano; sólo el maullar de los morrongos.

Era rica. Gastaba mucho dinero en altares, procesiones y fiestas de la iglesia. Decíase que era muy caritativa también. Sin embargo, no quería seguir el consejo que le daba aquella vecina. No tenía criadas. ¿Para qué? Todas ellas son irreligiosas y locas de sus cuerpos.

Pasaba el día en la iglesia. Hasta que regresaba de oír misa o de rezar sus novenas compraba lo necesario y cocinaba sus frugales alimentos.

—No es ese el modo de servir a Dios —insistía la buena vecina—. ¿Por qué no quiere hacer lo que le digo?

—Es que… —contestóle al fin la vieja—, es que… Dios me perdone, los gatos no me dan las vergüenzas que me causarían las hijas de casa.

—¡Ah, no sea así! A las muchachas que vivan con usted no les podrá suceder nada malo, porque no saldrán a la calle sino cuando usted salga. Diga que sí. Yo conozco a tres preciosas muy formalitas, y sin quién por ellas… ¡Las viera usted! Mañana se las traigo.

—¡No, por el amor de Dios! No quiero tener responsabilidades. No quiero que en mi casa les suceda…

—¿Pero qué les puede suceder? A su casa no llegan hombres.

—¡No, eso no!

—Las muchachas saldrán a la calle con usted no más…

—Seguro…

—Sólo a la iglesia y al mercado.

—Sí…

—Y en seguida, al encierro. ¿Qué ocasión tendrían para hablar con nadie? ¡Haga esa caridad! Mañana conocerá a esas pobrecitas.

—No; mañana no. Espéreme; que antes necesito consultarle el asunto al señor cura.

—Bueno, consúlteselo.

* * *

Y como el cura dijo que sí, por supuesto; y como la niña Marcos, aunque escrupulosa era bondadosa de veras, recibió contentísima a las tres huérfanas que le llevó su vecina.

La casona se llenó de gorjeos y piídos. Fue como una jaula antes vacía y después habitada por lindos pajarillos, contentos de vivir prisioneros. Ya no resonaban sólo maullidos ahí. Ahora susurraban las voces cristalinas de las muchachas o la suave y cariñosa de la vieja:

—Marcela, barré el corredor.

—Juana, hijita, andá encendé el fuego.

—Elena, llená el cántaro.

Ellas hacían sus oficios calladitas, y contestando con un “sí madrina”, a las órdenes de la anciana.

Pero tenían también conversaciones interesantísimas:

—Madrina ¿no se ha fijado en la Mariposa? Está triste; no quiere comer.

—Madrina, desde anoche anda desesperado Príncipe. ¿Qué tendrá? Fíjese en las miradas que le echa a la Mariposa.

—Madrina, oiga esos alaridos en el tejado. Caracol, Tintero y Garbanzo le están echando la vaca a la Mosquera.

Así vivían aquellas chiquillas. La anciana era tan inocente como las niñas. Cuando éstas fueron ya personas mayores —contaban casi cincuenta abriles entre las tres— nunca hacía nada la buena señora sin consultarles su parecer.

—Ve, Juanita, los zompopos se están comiendo estos rosales.

—Sí, madrina ¡qué lástima!

—Decíme ¿no será pecado que los matés?

—No, madrina ¿qué pecado va a ser?

—Pobrecitos.

—Son unos condenados.

—¡Huy! No digás así.

—Recuerde que el señor cura le dijo que les ponga creolina en los hoyos, para que se mueran. ¿Ya no se acuerda?

—Pues matálos, hijita; que si no, se acabarán las matas y ya no tendremos rosas para el altar.

Pasaban los días, tranquilamente, hablando siempre de las mismas nimiedades.

Eran felices. Se levantaban muy de mañanita para oír la misa rezada. Al regresar compraban el pan, la leche, la carne, lo necesario para la cocina; y no volvían a salir sino en la tarde, para visitar a Nuestro Amo.

No descansaban ni un momento. Siempre tenían asuntos pendientes con los zompopos, o con los morrongos vecinos que llegaban de visita. En efecto, daban mucho qué hacer éstos cuando se ponían de acuerdo para “echarle la vaca” a alguna de las mininas.

* * *

Después de las coaliciones de Garbanzo, Caracol, Príncipe, Tintero —y otros de cuyos nombres no me acuerdo— ejecutaban contra las inconsolables Mariposa y Mosqueta, siempre dejaban muchos desperfectos en el tejado. Era costumbre inveterada. Había, pues, que mandar a llamar al maestro Góchez, un viejo albañil que desde hacía mucho tiempo iba a coger las goteras durante la estación lluviosa. Llegaba éste acompañado de su hijo Agustín, un mozalbete sordomudo y bastante zopenco. No obstante, era trabajador y desempeñaba bien su oficio. Cuando llamaban al maestro para algún trabajo, el mudito llevaba la escala de un lugar a otro y subía al tejado. Entendíase por señas con el viejo, quien hacíales las indicaciones necesarias no más, y todo quedaba bien.

Siempre que llegaba el albañil, las muchachas vigilaban las habitaciones, pues había en ellas muchos cachivaches benditos, artefactos de altares y adornos del pascual nacimiento.

—Andá, Juanita, y quitá las cajas donde están los tres reyes y los pastores. Y vos, Elena…

Desde que tenía a quienes mandar, la buena señora habíase acostumbrado a dar tres órdenes consecutivas:

—Y vos, Elena, andá al otro cuarto y tapás el cajón grande. Con primor, que allí están el buey y la mula.

—En seguida.

—Marcela.

—¿Qué manda?

—Andá vos también a ayudarles a las muchachas. Decíles que cubran los cajones con los embreados que sirven para hacer las peñas: esos están nuevitos. ¡Ah! y cuidado, hija, al cambiarles de puesto no vayan a apachar la laguna, ni a hacerle hoyos al río.

Al trastejar otra habitación, las disposiciones y órdenes, aunque parecidas, eran importantes por de contado.

—Andá, Marcela, y vos también Juanita; entre las dos saquen los ángeles y los llevan a la mediagua. Tengan cuidado de cubrir el cofre de cedro, que allí guardé las túnicas y las alas. El cofre más grande es el que sirve para guardar las insignias de la Pasión y los hábitos y cucuruchos del Santo Entierro. —Una pausa—. ¡Ah! ahí está San Nicolás de la penitencia. Ve, Elena, andá vos también para que saquen a San Nicolás. Andá ayudáles, porque ese santo pesa mucho.

—¿Y el maestro? ¿Por qué venís solo?

—…

—¿Qué?

—…

—No, hijo, yo no comprendo tus señas. Vení vos, Juanita, entendéte con el mudito. ¿Qué dice?

—Dice que no puede andar su tata; que está en cama, atacado del reuma.

—¡Pobre! Lo mismo estoy yo. ¡Ay! Pero ya éste sabe el oficio. Andá con él, pues, y le enseñás el puesto donde cae esa gotera. Ya les dije lo que tienen que hacer. Vos, Marcela, sacás las bambalinas y las nubes del Corpus. Y vos, Elena, sacudís las flores de mano y las acarreás para acá. Acuérdense de que adentro de la tombilla grande están el sol, la luna y las estrellas.

Desde que el albañil se enfermó, en aquella casa ya no volvieron a hablar de otros asuntos más que de goteras. El mudito no tenía la pericia del viejo. Naturalmente, cuando el muchacho cogía una, dejaba dos sin coger. Era oficio de todos los días. Y aunque los gatos no celebrasen aquellos escandalosos conciliábulos, siempre había algunas tejas rotas.

—Madrina —decía la Juana—, en el cuarto de los tres reyes cae una gotera.

—Madrina —decía al día siguiente la Elena—, en el cuarto del buey y la mula cae otra.

—Madrina —decía la Marcela otro día después—, en el cuarto de San Nicolás de la penitencia caen dos.

Y llamaban al mudo. Diariamente desentejaba y volvía a entejar. Pero al día siguiente había nuevas goteras.

—¿Y la Juanita? —preguntaba la señora Marcos, quien no podía levantarse a causa del reuma.

—Está en el cuarto del buey y la mula.

—Decíle que tenga mucho cuidado.

Otras veces preguntaba por la Marcela.

—Está en el cuarto de los tres reyes.

Otras, por la Elena.

—Es que se mojó la laguna; la está secando…

—Quitáte de aquí, Mariposa; vos tenés la culpa.

Así pasó aquella estación lluviosa. Y llegó el verano. Y pasó también. Y ya empezaban a caer las nuevas lluvias, cuando la pobre niña Marcos se dio cuenta de un acontecimiento… o mejor dicho, de tres acontecimientos…

* * *

—¡Ah, niña Marcos! —le dijo el cura, cierto día en el confesionario—. ¿Cómo es posible que usted no haya notado la enfermedad de sus ahijadas? ¡Pero qué digo! ¡Si usted es un alma de Dios! ¿Cómo iba a sospechar nada de ellas, y mucho menos de ese zopenco? Parece mentira que un animal así, sin poder hablar, sea tan taimado. Parece mentira. ¡Y usted sin advertir nada! Usted debía haberme dicho antes lo que me cuenta hoy: Que la Elena padecía de vómitos; que la Marcela tenía los pies hinchados; que a la Juana se le había manchado la cara; y sobre todo, me debía haber hablado de esa dilatación del abdomen que es tan sospechosa. Pero ¿qué puede saber usted de tales cosas…? ¡Fue necesario que claramente se lo explicaran a usted sus amigas, esas buenas señoras de la Orden Tercera de Santo Domingo! Pues bien, hija mía, ahora ya no hay remedio. ¡Sea por Dios! Pero no encierre a esas pobrecitas en la Casa del Buen Pastor, como opina aquel caballero de Las Siete Palabras. Usted debe ser una abuela cristiana. ¿Verdad que he adivinado sus deseos? ¡Es buena usted! Vaya, no hablemos más.
Francisco Herrera Velado
19 de diciembre de 1976 (15va Edicion)






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