—No es ese
el modo de servir a Dios —decíale una vecina a la niña Marcos—, no es ese el
modo. En vez de tener esa legión de gatos, como lo ha hecho siempre, debería
usted adoptar a algunas cipotas huérfanas.
—Es que… Y tosía la niña Marcos.
Era ésta una vieja beata que tenía la chifladura
de vivir sola en su casa solariega, casa grande de dos patios, en la cual no se
oía nunca ningún rumor humano; sólo el maullar de los morrongos.
Era rica. Gastaba mucho dinero en altares,
procesiones y fiestas de la iglesia. Decíase que era muy caritativa también.
Sin embargo, no quería seguir el consejo que le daba aquella vecina. No tenía
criadas. ¿Para qué? Todas ellas son irreligiosas y locas de sus cuerpos.
Pasaba el día en la iglesia. Hasta que regresaba
de oír misa o de rezar sus novenas compraba lo necesario y cocinaba sus
frugales alimentos.
—No es ese el modo de servir a Dios —insistía la
buena vecina—. ¿Por qué no quiere hacer lo que le digo?
—Es que… —contestóle al fin la vieja—, es que…
Dios me perdone, los gatos no me dan las vergüenzas que me causarían las hijas
de casa.
—¡Ah, no sea así! A las muchachas que vivan con
usted no les podrá suceder nada malo, porque no saldrán a la calle sino cuando
usted salga. Diga que sí. Yo conozco a tres preciosas muy formalitas, y sin
quién por ellas… ¡Las viera usted! Mañana se las traigo.
—¡No, por el amor de Dios! No quiero tener
responsabilidades. No quiero que en mi casa les suceda…
—¿Pero qué les puede suceder? A su casa no
llegan hombres.
—¡No, eso no!
—Las muchachas saldrán a la calle con usted no
más…
—Seguro…
—Sólo a la iglesia y al mercado.
—Sí…
—Y en seguida, al encierro. ¿Qué ocasión
tendrían para hablar con nadie? ¡Haga esa caridad! Mañana conocerá a esas
pobrecitas.
—No; mañana no. Espéreme; que antes necesito
consultarle el asunto al señor cura.
—Bueno, consúlteselo.
* * *
Y como el cura dijo que sí, por supuesto; y como
la niña Marcos, aunque escrupulosa era bondadosa de veras, recibió contentísima
a las tres huérfanas que le llevó su vecina.
La casona se llenó de gorjeos y piídos. Fue como
una jaula antes vacía y después habitada por lindos pajarillos, contentos de
vivir prisioneros. Ya no resonaban sólo maullidos ahí. Ahora susurraban las
voces cristalinas de las muchachas o la suave y cariñosa de la vieja:
—Marcela, barré el corredor.
—Juana, hijita, andá encendé el fuego.
—Elena, llená el cántaro.
Ellas hacían sus oficios calladitas, y
contestando con un “sí madrina”, a las órdenes de la anciana.
Pero tenían también conversaciones interesantísimas:
—Madrina ¿no se ha fijado en la Mariposa? Está
triste; no quiere comer.
—Madrina, desde anoche anda desesperado
Príncipe. ¿Qué tendrá? Fíjese en las miradas que le echa a la Mariposa.
—Madrina, oiga esos alaridos en el tejado.
Caracol, Tintero y Garbanzo le están echando la vaca a la Mosquera.
Así vivían aquellas chiquillas. La anciana era
tan inocente como las niñas. Cuando éstas fueron ya personas mayores —contaban
casi cincuenta abriles entre las tres— nunca hacía nada la buena señora sin
consultarles su parecer.
—Ve, Juanita, los zompopos se están comiendo
estos rosales.
—Sí, madrina ¡qué lástima!
—Decíme ¿no será pecado que los matés?
—No, madrina ¿qué pecado va a ser?
—Pobrecitos.
—Son unos condenados.
—¡Huy! No digás así.
—Recuerde que el señor cura le dijo que les
ponga creolina en los hoyos, para que se mueran. ¿Ya no se acuerda?
—Pues matálos, hijita; que si no, se acabarán
las matas y ya no tendremos rosas para el altar.
Pasaban los días, tranquilamente, hablando
siempre de las mismas nimiedades.
Eran felices. Se levantaban muy de mañanita para
oír la misa rezada. Al regresar compraban el pan, la leche, la carne, lo
necesario para la cocina; y no volvían a salir sino en la tarde, para visitar a
Nuestro Amo.
No descansaban ni un momento. Siempre tenían
asuntos pendientes con los zompopos, o con los morrongos vecinos que llegaban
de visita. En efecto, daban mucho qué hacer éstos cuando se ponían de acuerdo
para “echarle la vaca” a alguna de las mininas.
* * *
Después de las coaliciones de Garbanzo, Caracol,
Príncipe, Tintero —y otros de cuyos nombres no me acuerdo— ejecutaban contra
las inconsolables Mariposa y Mosqueta, siempre dejaban muchos desperfectos en
el tejado. Era costumbre inveterada. Había, pues, que mandar a llamar al maestro
Góchez, un viejo albañil que desde hacía mucho tiempo iba a coger las goteras
durante la estación lluviosa. Llegaba éste acompañado de su hijo Agustín, un
mozalbete sordomudo y bastante zopenco. No obstante, era trabajador y
desempeñaba bien su oficio. Cuando llamaban al maestro para algún trabajo, el
mudito llevaba la escala de un lugar a otro y subía al tejado. Entendíase por
señas con el viejo, quien hacíales las indicaciones necesarias no más, y todo
quedaba bien.
Siempre que llegaba el albañil, las muchachas
vigilaban las habitaciones, pues había en ellas muchos cachivaches benditos,
artefactos de altares y adornos del pascual nacimiento.
—Andá, Juanita, y quitá las cajas donde están
los tres reyes y los pastores. Y vos, Elena…
Desde que tenía a quienes mandar, la buena
señora habíase acostumbrado a dar tres órdenes consecutivas:
—Y vos, Elena, andá al otro cuarto y tapás el
cajón grande. Con primor, que allí están el buey y la mula.
—En seguida.
—Marcela.
—¿Qué manda?
—Andá vos también a ayudarles a las muchachas.
Decíles que cubran los cajones con los embreados que sirven para hacer las
peñas: esos están nuevitos. ¡Ah! y cuidado, hija, al cambiarles de puesto no
vayan a apachar la laguna, ni a hacerle hoyos al río.
Al trastejar otra habitación, las disposiciones
y órdenes, aunque parecidas, eran importantes por de contado.
—Andá, Marcela, y vos también Juanita; entre las
dos saquen los ángeles y los llevan a la mediagua. Tengan cuidado de cubrir el
cofre de cedro, que allí guardé las túnicas y las alas. El cofre más grande es
el que sirve para guardar las insignias de la Pasión y los hábitos y cucuruchos
del Santo Entierro. —Una pausa—. ¡Ah! ahí está San Nicolás de la penitencia.
Ve, Elena, andá vos también para que saquen a San Nicolás. Andá ayudáles,
porque ese santo pesa mucho.
—¿Y el maestro? ¿Por qué venís solo?
—…
—¿Qué?
—…
—No, hijo, yo no comprendo tus señas. Vení vos,
Juanita, entendéte con el mudito. ¿Qué dice?
—Dice que no puede andar su tata; que está en
cama, atacado del reuma.
—¡Pobre! Lo mismo estoy yo. ¡Ay! Pero ya éste
sabe el oficio. Andá con él, pues, y le enseñás el puesto donde cae esa gotera.
Ya les dije lo que tienen que hacer. Vos, Marcela, sacás las bambalinas y las
nubes del Corpus. Y vos, Elena, sacudís las flores de mano y las acarreás para
acá. Acuérdense de que adentro de la tombilla grande están el sol, la luna y
las estrellas.
Desde que el albañil se enfermó, en aquella casa
ya no volvieron a hablar de otros asuntos más que de goteras. El mudito no
tenía la pericia del viejo. Naturalmente, cuando el muchacho cogía una, dejaba
dos sin coger. Era oficio de todos los días. Y aunque los gatos no celebrasen
aquellos escandalosos conciliábulos, siempre había algunas tejas rotas.
—Madrina —decía la Juana—, en el cuarto de los
tres reyes cae una gotera.
—Madrina —decía al día siguiente la Elena—, en
el cuarto del buey y la mula cae otra.
—Madrina —decía la Marcela otro día después—, en
el cuarto de San Nicolás de la penitencia caen dos.
Y llamaban al mudo. Diariamente desentejaba y volvía
a entejar. Pero al día siguiente había nuevas goteras.
—¿Y la Juanita? —preguntaba la señora Marcos,
quien no podía levantarse a causa del reuma.
—Está en el cuarto del buey y la mula.
—Decíle que tenga mucho cuidado.
Otras veces preguntaba por la Marcela.
—Está en el cuarto de los tres reyes.
Otras, por la Elena.
—Es que se mojó la laguna; la está secando…
—Quitáte de aquí, Mariposa; vos tenés la culpa.
Así pasó aquella estación lluviosa. Y llegó el
verano. Y pasó también. Y ya empezaban a caer las nuevas lluvias, cuando la
pobre niña Marcos se dio cuenta de un acontecimiento… o mejor dicho, de tres
acontecimientos…
* * *
—¡Ah, niña Marcos! —le dijo el cura, cierto día
en el confesionario—. ¿Cómo es posible que usted no haya notado la enfermedad
de sus ahijadas? ¡Pero qué digo! ¡Si usted es un alma de Dios! ¿Cómo iba a
sospechar nada de ellas, y mucho menos de ese zopenco? Parece mentira que un
animal así, sin poder hablar, sea tan taimado. Parece mentira. ¡Y usted sin
advertir nada! Usted debía haberme dicho antes lo que me cuenta hoy: Que la
Elena padecía de vómitos; que la Marcela tenía los pies hinchados; que a la
Juana se le había manchado la cara; y sobre todo, me debía haber hablado de esa
dilatación del abdomen que es tan sospechosa. Pero ¿qué puede saber usted de
tales cosas…? ¡Fue necesario que claramente se lo explicaran a usted sus
amigas, esas buenas señoras de la Orden Tercera de Santo Domingo! Pues bien,
hija mía, ahora ya no hay remedio. ¡Sea por Dios! Pero no encierre a esas
pobrecitas en la Casa del Buen Pastor, como opina aquel caballero de Las Siete
Palabras. Usted debe ser una abuela cristiana. ¿Verdad que he adivinado sus
deseos? ¡Es buena usted! Vaya, no hablemos más.
Francisco Herrera Velado
19 de diciembre de 1976 (15va Edicion)